Los acuerdos con el Estado y el pactismo mágico

Tribuna

La experiencia nos demuestra que lo importante de los acuerdos a que se llega con el Estado en relación con Catalunya no es su firma y los detalles que lo acompañan sino su respeto y cumplimiento, de tal modo que el hecho de verificar el cumplimiento de los acuerdos anteriores es una condición necesaria para resolver la conveniencia de firmar nuevos.

El Estado español es por encima de todo una maquinaria de poder que actúa como un sistema experto; no importa la ideología o el poder concreto que tienen las personas que ocasionalmente lo representan. Es un gran repositorio interactivo de conocimiento sobre el poder y la administración, enriquecido por cada régimen y cada generación de políticos y altos funcionarios de los tres poderes, que da las respuestas necesarias a cada situación en que se encuentre un responsable determinado. Es decir: en la negociación con el Gobierno español sobre las cuestiones catalanas no se está negociando solo con el ministro o el primer ministro, ni principalmente, sino con todos los que los han precedido y han vertido su conocimiento y experiencia en este sistema experto. En lo relativo a Catalunya, las líneas rojas que el interlocutor español tiene bien presentes no son las que fija su programa de gobierno, ni tampoco el marco ideológico de su formación política –habitualmente más generoso que el programa electoral–, sino las que han marcado todos los predecesores que han tenido la responsabilidad de tratarlo. En el debate sobre la condición nacional de Catalunya, el peso de los legados del conde-duque de Olivares, Felipe V, Primo de Rivera y Franco –para poner algunos nombres bajo los cuales hay toda una retahíla de ministros y funcionarios, jueces y servidores del Estado, leyes y decretos– determina incluso la posición de espacios políticos que ideológicamente se sitúan en las antípodas.

Para nosotros, eso es catalanofobia. Para ellos, eso es patriotismo. Es el deber que sienten que tienen como servidores del Estado, por encima de sus ideologías que los han catapultado al poder. Cuando un juez sentencia, no lo hace solo sirviéndose de un amparo legal, forzado o no; lo hace con el aval de todo un sistema que ha refinado la persecución a una nación minoritaria hasta hacerla encajar, esta persecución, en los estándares que se exigen a una democracia liberal.

En estas condiciones es extremadamente arriesgado y peligroso adentrarse en el terreno de los acuerdos con el Estado español sin tomar las debidas precauciones. La probabilidad de que la maquinaria de poder te engulla antes de que te hayas dado cuenta es muy elevada.

Aquí es donde el catalanismo, todo entero, ha fallado siempre. Hemos ido a todas las negociaciones con España ignorando que, en la cultura del poder español, las oportunidades coyunturales no abren puertas a reformas estructurales. Una pérdida de mayoría absoluta de un determinado gobierno no prejuzga que el poder del Estado haya perdido una brizna de su fortaleza ni que se sienta empujado a revisar su posición.

Pretender resolver cuestiones estructurales, de fondo, aprovechando la debilidad parlamentaria de un gobierno es de una ingenuidad peligrosa, que ignora el verdadero poder del Estado. Es un ejercicio de autoengaño que quizá permite transitar pacíficamente de unas elecciones a otras pero que contribuye a la cronificación del conflicto, que es el escenario donde el fuerte gana siempre.

Aplicando rigor y autoexigencia, y una gran dosis de realismo, llegamos a la conclusión de que las escasas mejoras que se obtengan nunca serán a cuenta del debilitamiento del poder del Estado, con lo cual cualquier devolución de autogobierno queda comprometida y bajo la vigilancia-sospecha permanente de los tres poderes del Estado. Es lo que ha pasado hasta ahora.

El catalanismo ha descuidado de manera demasiado ligera la construcción de su propio sistema experto. Después de más de 100 años de confrontación política con el Estado, este sistema tendría que ser hoy muy robusto. Quizá esta es la verdadera diferencia con el sistema vasco, y no la de si un partido se parece más o menos al partido de éxito de allí. Todas nuestras experiencias y conocimientos acumulados a lo largo del tiempo no se han aprovechado por los responsables políticos de turno, quienes han pretendido inventar o innovar en las relaciones con el Estado con la ingenua esperanza de ser los que resolverían el pleito para una o varias generaciones. Al no sentir parte de esta cadena secular, al no creerse herederos de las diversas tradiciones del catalanismo que han tenido la oportunidad de tratar con el Estado, se ha malgastado un potencial extraordinario que nos habría ahorrado errores. Una de las razones de esta renuncia a sentirse herederos de los que nos han precedido es la lucha cainita que se suele dar dentro de los pueblos oprimidos y perseguidos, expresada
a menudo por recelos partidis-tas llevados hasta el paroxismo.

Una parte del catalanismo sintió la necesidad obsesiva de matar el legado político y de obra de gobierno de Jordi Pujol porque creía que eso les ayudaría a ganar las elecciones, en lugar de entender que sobre ese legado, convirtiéndose en lógicos herederos, podrían aportarle sus propias bases de la relación con
el Estado, y así habrían aportado a la generación posterior un fundamento todavía más sólido de lo que habían recibido.

En lugar de ello, aún hoy se dedican ingentes esfuerzos por deconstruir y estigmatizar “los convergentes”, y se considera necesario derribar las piedras de su legado para poder alcanzar la hegemonía electoral. Y así, siempre. También pasó con el legado de Pasqual Maragall, que la otra parte del catalanismo trató de estigmatizar simplemente por el hecho de que no habían sido protagonistas.

Al otro lado siempre nos ha esperado el mismo interlocutor. El encargado de decir no ha ido cambiando, y cambiará. Pero siempre es lo mismo “no”, un “no” que viene de antiguo y que está pensado y diseñado para ir lejos. En cambio nosotros, a cada cambio de era, sea por cambio de gobierno o de régimen, cambiamos interlocutores, cambiamos el lenguaje y a veces también los objetivos, con la prevención insensata de borrar los méritos de los predecesores a fin de que sus herederos políticos no puedan obtener parte de los hipotéticos réditos de un futuro acuerdo con el Estado.

La lógica con que hemos encarado hasta ahora las relaciones con el Estado nos condena a una derrota permanente. En este terreno, los atajos pueden ser un espejismo y una trampa, y quien vea en los acuerdos con el Estado un atajo para hacer más transitable e indolora la consecución efectiva de la independencia no está contando la verdad.

Paradójicamente, los críticos con el “tenemos prisa” –algunos de los cuales son directos responsables de esta corriente cuando se trataba de desacreditar al tradicional pactismo catalanista– tienen ahora mismo una prisa exagerada por pactar con el Estado como si de esta acción táctica dependiera todo.

Paradójicamente, los críticos con el llamado “independentismo mágico” –algunos de los cuales son también directos responsables de esta corriente cuando se trataba de disputar la hegemonía del catalanismo autonomista– son ahora unos fervientes defensores del “pactismo mágico”. Un pactismo que está lejos de demostrar, en términos comparados, la eficacia de sus predecesores pero que se anuncia como un remedio que predispone la cura de casi todos los males. Nadie explica cómo ni el porqué de esta cura. Pero el producto ya ha sido recibido con entusiasmo... por el sistema experto español.

Tenemos que poner en práctica la estrategia para la consecución de un Estado propio. Una estrategia que no va vinculada a las mayorías coyunturales que haya en el Congreso español, ni tampoco a su correlación de fuerzas ideológicas. Ni la supervivencia de un gobierno de izquierdas en España ni la lucha contra la extrema derecha justifican ningún aplazamiento estratégico. Son los hitos políticos que se marque como movimiento político, avalado siempre por amplias y crecientes mayorías electorales, los que tienen que guiar al independentismo en la consecución de sus objetivos.

Toda organización, también un país, tiene que tener presente el precedente, la experiencia, las lessons learnt . Aprender de la experiencia pasada y reciente es clave para prepararnos para la confrontación política con el Estado, y para consolidar victorias como las del 1 de octubre. Porque no fue un luto, fue un chorro de esperanza que cambió el país y las relaciones con el Estado español.

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