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La otra cara del Thyssen

Domenico Ghirlandaio: Retrato de Giovanna degli Albizzi Tornabuoni, 1489-1490

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La otra cara del Thyssen

Este es un viaje al interior de un museo: el madrileño Thyssen-Bornemisza, uno de los tres vértices del llamado triángulo del arte (que completan el Prado y el Reina Sofía), donde se guardan las colecciones del barón Hans Heinrich Thyssen, fallecido en 2002, y su esposa, Carmen Cervera. Pero no se trata de hacer un recorrido por las salas donde el año pasado transitaron 1.034.941 de visitantes, ni de poner el foco en sus más de 600 artistas y cerca de mil cuadros desplegados en sus muros. Esta es una incursión a la trastienda del palacio de Villahermosa: un acceso privilegiado a algunos de esos espacios que casi nunca se ven y apenas se oyen, pero que, sin su trabajo, el museo no podría sacar adelante su día a día.

Restauración

Canaletto (Giovanni Antonio Canal): Piazza San Marco, late 1720s

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Una desapacible mañana de finales de enero se abren unas puertas que normalmente permanecen cerradas salvo para los empleados acreditados con sus tarjetas: las del departamento de restauración, situado en una sala diáfana con varias mesas para desplegar los lienzos una vez desencajados de sus marcos y un laboratorio anexo lleno de frascos, herramientas y cajoneras. A un lado, dos restauradoras ataviadas con batas blancas y sentadas en unos taburetes bajos pasan minuciosamente sus pinceles sobre La plaza de San Marcos en Venecia (1723-24), obra de Canaletto, una vista de la famosa localización plagada de personajes y detalles apenas perceptibles  a distancia, desde un gato que camina sobre una torre a una mujer que carga sus compras en una cesta. Iluminadas por una mezcla de la luz plomiza que entra por un gran ventanal y los haces amarillentos que apuntan desde un par de focos a la zona donde trabajan, las mujeres cubren unas calvas apenas perceptibles en la franja inferior del cuadro.

La labor del departamento, como explica su director, Ubaldo Sedano, consiste en revisar periódicamente la colección para decidir qué obras deben someterse a una intervención más exhaustiva. "El proceso es largo y complejo, porque para hacer una diagnosis es necesario estudiar la obra en profundidad", explica Sedano, que cuenta con un equipo de diez miembros, entre restauradores, un químico, una fotógrafa y dos administrativos. "Hay que tener en cuenta todos los componentes de la obra: los originales y añadidos, que son los que van a delimitar la magnitud de la operación". De este canaletto, que se ha restaurado gracias a un patrocinio, el equipo ha descubierto que se pintó sobre una capa de imprimación roja, uno de los muchos colores que se han usado como base a lo largo de la historia del arte. También, que el artista veneciano se valió de una cámara oscura para plasmar las perspectivas y sobre ellas las arquitecturas, en las que efectuó varias correcciones y repintes. Y que los arcos de la catedral de San Marcos se diseñaron con un compás que Canaletto clavó encima la pintura fresca, dejando un agujero visible al microscopio. "Este cuadro tenía restauraciones previas", apunta la restauradora Marta Palao. "Además, se reenteló y durante ese proceso se quemó la capa pictórica y hubo aplastamiento de empastes. Luego ha tenido varias intervenciones: lo sabemos porque hay varias capas de barnices y repintes de distinta naturaleza en fases sucesivas".

Aunque las tareas que conlleva una restauración se suelen desarrollar ocultas a los ojos de los espectadores, apenas un par de semanas después, una vez finalizados los trabajos en el canaletto,  las tornas habrán cambiado. Ahora, dos trabajadoras vuelven a sentarse con la mirada pegada en un cuadro de grandes dimensiones, pero esta esta vez lo hacen a la vista de cualquiera que pase por la segunda planta del museo. Separadas por un muro de cristal del público que primero las observa y luego se gira para sacarse un selfi, retocan la pintura de Vittore Carpaccio Joven caballero en un paisaje. Esta es la segunda ocasión en que el Thyssen ofrece la posibilidad de contemplar una restauración en directo: la primera fue la del Paraíso de Tintoretto en 2012, que se realizó in situ en el hall de entrada del museo dado que el tamaño de la obra impedía transportarla. En esta ocasión, a diferencia de lo que se suele hacer habitualmente, se ha preferido mantener el carpaccio en su habitual sala 11 en vez de dejar el espacio vacío durante los meses que dure la intervención.

Enfrascadas en su tarea, las restauradoras frotan delicadamente sobre la tela una especie de bastoncillos. En una zona de la esquina izquierda ya se puede apreciar cómo los colores de las plantas que brotan del suelo brillan más que el resto de elementos del lienzo, una composición de en torno a 1505. A ambos lados del cuadro se apoyan contra la pared varias reproducciones de la obra en las que los colores se ven trastocados: se trata de las radiografías y reflectografías infrarrojas que se realizan durante el estudio previo de la pieza para conocer más detalles sobre su composición y su estado. Los clics de los móviles sacando fotos y los comentarios del público que observa a las restauradoras no parecen afectar a sus movimientos milimétricos. “Cuando ya estás concentrada te metes en tu mundo”, cuenta una de ellas, Susana Pérez, responsable del departamento. “Por un lado es verdad que estamos fuera de nuestro hábitat, pero por el otro es una satisfacción poder ver la reacción de la gente”, agrega la otra, Alejandra Martos, que se recoge la melena en una coleta. “Esa extrañeza de estar expuestas se equilibra con el gusto de poder enseñar lo que haces”.

Educación

Paul Gauguin: Mata Mua (Érase una vez), 1982

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Mientras Pérez y Martos se abstraen de cualquier sonido para dedicar toda su atención a los detalles que deben corregir, una planta más abajo el bullicio de varias excursiones de escolares se mezcla con las animadas charlas de las familias y grupos de turistas que pasean por el mismo hall de entrada donde cuelga, ya limpio y reluciente, el Paraíso, de Tintoretto. Confundidos entre los visitantes, un pequeño grupo de hombres y mujeres se sienta en un corro sobre unas sillas portátiles en torno a Alberto Gamoneda, uno de los monitores que colaboran en el proyecto de educación y acción social de EducaThyssen, el departamento de educación del museo.

Este área comenzó su andadura en paralelo a la del propio Thyssen, hace 25 años. Bajo su paraguas se resguardan propuestas de distintos ámbitos que confluyen en un mismo punto de encuentro: el de la intersección entre el arte y la educación. A partir de unos comienzos en los que solo se impartían cursos para profesorado y escolares, a día de hoy cuentan con una gran cantidad de actividades dirigidas a todo tipo de públicos, que se dividen en tres categorías: educación formal; educación no formal y formación especializada. Con el foco ampliado a disciplinas como la danza, la música y la literatura, ofrecen proyectos como el Laboratorio de Educación y acción social, que organiza encuentros con grupos con necesidades educativas diversas.

El taller que imparte hoy Gamoneda se inscribe bajo ese epígrafe. La misión del educador consiste en trabajar con grupos de personas en riesgo de exclusión social para hacer uso del arte en beneficio tanto de la comunidad que generan como de cada individuo que la compone. Es decir, se trata de usar el arte como excusa para cohesionar y ayudar a superar las dificultades personales. “La actividad que llevamos a cabo se llama Hecho a medida y, como indica su nombre, la construimos en función de las necesidades, los gustos o las preferencias del público que viene”, apunta el educador, formado como actor y gran conocedor de la historia y la historia del arte. En ocasiones, son los propios grupos los que preparan los contenidos de la reunión, gratuita y con una periodicidad que depende de cada caso concreto, mientras que otras veces se genera un proceso de diálogo con el educador a partir de una obra de arte que ellos mismos eligen. Esta tarde, en torno a esa dinámica, uno de los participantes (que prefiere no dar su nombre ni el de la asociación a la que pertenece) se ha querido fijar en el cuadro Calle de París, que el artista y anarquista Maximilien Luce pintó entre 1886 y 1888.

“Me hubiese gustado vivir aquella época”, arranca el hombre, bajo la atenta mirada de Gamoneda. “Me recuerda al París de la película Loving Vincent. Creo que era un tiempo donde se bebía mucho por la noche pero los días pasaban tranquilos, sin estrés”, agrega el participante, a quien el educador pide que relacione la pintura con una canción, que ya se traía preparada de casa: “Son of the Sun, de Mike Oldfield”. Mientras ponen la música bajito, en el móvil, Gamoneda les habla sobre la monumental reforma de París emprendida por el barón Haussmann en el siglo XIX y les explica algunas diferencias entre impresionismo y puntillismo, ambos presentes en la obra de Luce. “La revolución de estos cuadros es que los impresionistas empezaron a retratar la realidad”, agrega. Unas ideas van llevando a otras y acaban saliendo temas como el estigma o el consumo de sustancias, tan conocidos para muchos de los artistas cuyas obras reposan hoy en las salas del Thyssen. “Usamos el museo como recurso y como espacio, como una suerte de ágora contemporánea, alejada de los espacios de consumo”, explicará después el educador. “Se trata de crear un espejo donde mirarnos, y un lugar donde priorizar la idea de que la cultura visual es accesible para todos”.

Tras charlar un rato en torno al cuadro de Luce, en un ir y venir dialéctico entre los participantes y Gamoneda, el grupo agarra sus sillitas y se desplaza a uno de los espacios más icónicos del museo, la sala del anexo de la colección de Carmen Cervera donde cuelga Mata Mua (Érase una vez), la famosa pintura que Paul Gauguin realizó en 1892 durante su exilio voluntario en Tahití, una representación de un paisaje idílico con varias mujeres en torno a la escultura de una deidad. Las fluctuaciones de la conversación les trasladan por un momento a la cuestión de la idealización de las mal denominadas culturas exóticas, les devuelven a la azarosa vida del pintor francés y al final acaban posándolos en el uso de las perspectivas como herramienta expresiva. “De lo que se trata es de hacer un acompañamiento progresivo a lo largo del tiempo, estar en una escucha activa y atenta a las preferencias y las necesidades de los participantes e ir generando un perfil de proceso en el museo”, resumirá Gamoneda. “No priorizamos los contenidos histórico-artísticos, sino que lo que priorizamos es la necesidad del grupo y la persona sobre cómo utilizar el arte en beneficio propio”.

Tienda

Henri de Toulouse-Lautrec: Yvette Guilbert, 1893

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Antes de que los profesionales de los departamentos de restauración y educación empiecen a trabajar, antes incluso de la irrupción de los miles de visitantes que pasan por estas salas cada día, comienza la jornada laboral para muchos de los trabajadores del museo. El reloj aún no marca las nueve cuando Jesús Pedraza se incorpora a su puesto en la tienda, un espacio singular dedicado al merchandising exclusivo en torno a las colecciones y muestras que acoge la institución. Vestido de riguroso negro, el gerente debe comprobar que todo se encuentra en orden antes de que se desencadenen las procesiones de clientes. Cuando Pedraza accede al recinto, el patio ajardinado que precede al Palacio de Villahermosa está poblado únicamente por el personal de limpieza y los mirlos que picotean entre las briznas de hierba.

En el gran recibidor, el silencio que llena el espacio se quiebra de pronto por la irrupción de unos vigilantes de seguridad, que forman un círculo para compartir con un brío inesperado las primeras impresiones de la mañana. Media hora más tarde, una decena de trabajadoras de la tienda, todas mujeres, rodean a Pedraza para recibir las últimas instrucciones antes que comiencen a entrar los clientes. Entretanto, los vigilantes de sala acuden al recinto para ponerse el uniforme e incorporarse a sus puestos y el equipo de montaje ultima algunos detalles en cuadros que necesitan pequeños retoques previos a la apertura de puertas. En la tienda, el equipo de ventas celebra una reunión donde revisan lo acontecido el día anterior y planifican la jornada en ciernes.

—Una cosilla: ¿ayer, quién contó postales?, pregunta Pedraza.

Estos días, el equipo anda de inventario.

—Y ayer faltaban un montón de pósteres…

Son las pequeñas dificultades del día a día en la tienda, en realidad un espacio triple con un local, el más grande, a la entrada del Palacio, otro al final de la zona de exposiciones temporales, también en la planta baja, y el último con carácter de pop-up en el segundo piso. Al mismo tiempo que Pedraza charla con su equipo en la tienda principal, unos operarios desmontan la segunda localización, donde deben sustituir los productos de la ya clausurada exposición temporal Los impresionistas y la fotografía por los de la posteriormente inaugurada Rembrandt y el retrato en Ámsterdam, que también se está montando esta misma mañana. “Todos nuestros productos están diseñados en exclusiva para nosotros, en producciones cortas”, explicará más tarde Ana Cela, la directora de este departamento, que factura un 15% de los ingresos del museo y que el pasado 2019 cerró con unas ventas de 3.284.180 euros. “Buscamos la colaboración con artesanos y proveedores locales. Nos gusta esa mezcla de productos artesanales inspirados en obras de arte con esa pátina que da el diseño. Creo que actualmente el lujo va por ahí: consiste en tener productos únicos que solo puedas adquirir en determinados sitios”.

Entre los tradicionales libros, catálogos, lápices, bolsas tote, postales y llaveros que se ofrecen habitualmente en las tiendas de regalos de los museos, se vislumbran objetos mucho más llamativos y, sobre todo, originales. Vajillas decoradas con fragmentos de dos parejas de Adán y Eva, las que pintaron Hans Baldung Grien y Jan Gossaert. Alfombras inspiradas en las geometrías de Iván Kliun. Pulseras cuyas cuentas remiten a los colores usados por Wassily Kandinsky. Relojes fabricados en colaboración con la marca Swatch que replican pinturas de Franz Marc o Piet Mondrian. Un bolso decorado con una abstracción de Willem de Kooning. Broches de madera que recuerdan a las obras de Lászlo Moholy-Nagy. Collares a la manera de Sonia Delaunay como los que esta mañana trae en persona la diseñadora de joyas Helena Rohner: joyas fabricadas con hilo que pueden colgarse alrededor del cuello de varias maneras y que la artesana ha creado para el museo en exclusiva.

Tras pasar por la tienda y charlar con Pedraza, Rohner sube a las oficinas para reunirse con Ana Cela y concretar la venta de su collar. Las oficinas donde trabajan la directora y demás administradores de la tienda se encuentran en un anexo del edificio principal, escondidos tras un laberinto de escaleras y puertas. Mientras que la mayoría de los regalos que se pueden adquirir en la tienda principal los diseñan artesanos y empresas en colaboración con el Thyssen, los que salen a la venta en cada muestra temporal, siempre basados en los cuadros que se exhiben en ese momento, corren a cargo de la gallega Carlota Pereiro.

Frente a su enorme pantalla de ordenador, la joven diseñadora, ataviada con un curioso jersey de borlas, imagina ideas para la futura exposición temporal de Alex Katz, que se inaugurará en el mes de junio. “Es pronto, pero tenemos que adelantarnos”, suspira Cela, que se ha sentado con ella para hacer un repaso de los diseños. Los objetos que Pereiro ha creado para la muestra de Rembrandt son todos de lo más singular, centrados en detalles como las gorgueras que visten los personajes de los cuadros de la muestra, que a la diseñadora se le ha ocurrido reproducir en forma de taburetes. “Ha sido difícil sacar objetos atractivos para tienda, porque esta exposición son solo retratos de personajes, aunque sí que nos han salido cositas”, reconoce Cela, que empieza a enumerar: “Papelería, camisetas, bandejas, platos, cojines, horquillas, posavasos...”. “¿Sabes qué se me ocurre?”, añade. "Dado que hay muchas imágenes de frutas en los retratos, podíamos hacer mermeladas...".

A esa misma hora, a las diez de mañana en punto, un vigilante de seguridad se acerca al portón que da acceso al recinto del museo y abre el candado de la verja. El centenar de personas que desde hace un rato formaba una fila sobre la estrecha acera del Paseo del Prado se mueve ordenadamente hacia el interior del palacio. No falta mucho para que los clientes comiencen a gotear en la tienda. Arranca un nuevo día en el museo. “La gente no viene aquí a comprar un souvenir, que también tenemos, sino que creo que hacemos algo más: regalos”, resume Cela sobre el espacio que dirige. “Tenemos mucho público que viene sin pasar por la exposición porque viene a hacer compras. Eso nos ocurrió mucho durante todas las navidades pasadas”.

Publicaciones

Ilya Chashnik: Composición suprematista, 1923

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En las oficinas del Thyssen, construidas en 2004, conviven diferentes departamentos que contribuyen desde sus respectivas áreas a gestionar la viabilidad del museo: comunicación, recursos humanos, desarrollo estratégico... Dentro de la misma estructura que gestiona Ana Cela, la directora de la tienda, se encuentra el departamento de publicaciones, un equipo de dos personas a cargo de producir los catálogos, folletos y hojas de sala que aportan las necesarias explicaciones a las obras y sus autores. En una oficina compartida con la diseñadora Carlota Pereiro, Catalina Garrigues y Ángela Villaverde ultiman estos días el catálogo de la exposición de Rembrandt.

Tras una pila de impresiones fotomecánicas colocadas sobre la mesa, estas dos empleadas, que aterrizaron en el Thyssen en 2010 procedentes de sendas editoriales de arte privadas, se afanan por cazar los últimos gazapos antes de enviar la voluminosa publicación a imprenta. “El de Rembrandt ha sido un catálogo bastante complicado porque cuenta con bastantes aportaciones, tiene más de 20 ensayos”, apunta Villaverde. “Hemos tardado unos seis meses y aun así vamos siempre con unos plazos muy justos. Ya estamos empezando a trabajar con la siguiente: Alex Katz”. Las tareas de estas dos mujeres incluyen encargar y corregir los textos de los diferentes autores que participen en el proyecto, reunir las imágenes y corregir las pruebas de color, realizar las pruebas de impresión y retocarlas… “Trabajamos con todos los departamentos del museo: es muy dinámico, pero siempre hay fuegos que apagar”, se ríe Garrigues.

Debido a esa comunicación constante con las diferentes áreas de la institución, muchas veces las editoras se ven obligadas a buscar un recodo de silencio para poder leer los textos o mirar las imágenes con la debida atención. El lugar más cercano, y seguramente más adecuado para hacerlo, se encuentra a solo un par de puertas de su oficina, en la biblioteca del museo, un espacio largo y estrecho repleto de estanterías. Este santuario de libros de arte, alojado en la buhardilla del Palacio de Villahermosa, atesora los volúmenes que fueron adquiriendo tanto el primer como el segundo barón Thyssen para completar el conocimiento de las colecciones que iban construyendo. Con los años, se han ido añadiendo títulos hasta sumar 32.500 volúmenes. "Estamos especializados en los movimientos representados en las colecciones”, apunta la responsable, Soledad Cánovas, que señala que los usuarios de la biblioteca suelen ser los restauradores y educadores del museo, así como investigadores externos que trabajen en proyectos relacionados con las colecciones del museo.

De vuelta a la oficina del departamento de publicaciones, Garrigues y Villaverde continúan ensimismadas ante una serie de pruebas de impresión de imágenes, de las que deben corregir el color. Cuando se trata de alguna de las obras que cuelgan de las paredes del museo, el proceso resulta tan sencillo como comparar el cuadro y su reproducción frente a frente. Cuando son obras prestadas para exposiciones temporales, se guían por medio de pruebas de color certificadas. “Cuando los artistas no están vivos y tienen herederos hay que tratar con ellos los derechos de autor, algo que a veces complica las cosas, aunque a veces es fácil… depende un poco”, dice Garrigues, a lo que agrega Villaverde: “También hay herederos que se implican muchísimo en la reproducción de obras. Un caso muy sonado es Matisse: si quieres publicar una obra suya tienes que mandar una prueba de color certificada a sus herederos y te la tienen que visar, si no, no te autorizan a reproducirla…”. A pesar de las trabas, para ambas se trata de un trabajo de lo más gratificante: “No hay un día igual que otro en esta oficina”, aseguran. “Es divertido y muy variado, aunque a veces es estresante por las fechas de entrega”.

CRÉDITOS:
Dirección de arte y diseño: Fernando Hernández
Formato: Guiomar del Ser
Frontend: Nelly Natalí
Vídeos: Jaime Casal, Luis Manuel Rivas, Álvaro de la Rúa
Fotografías: Jaime Villanueva