El tiempo también pinta

El genio de Francisco de Goya no sólo nos legó cuadros e imágenes, también una gavilla de frases que no desmerecen en cualquier colección de aforismos célebres, como que “la fantasía, aislada de la razón, sólo produce monstruos imposibles” o la que encabeza estas líneas, “el tiempo también pinta”, y que es una declaración más que precisa de cómo la percepción cambia con la edad y que el tiempo, al final, también modifica la pintura o la forma que tenemos de verla. El tiempo, ese río que nos lleva, es esa cosa elástica y extraña en la que chapoteamos y que debería, en épocas que se sueñan históricas, llevarnos a alguna reflexión.

La cronología de los hechos, al fin y al cabo, sólo se escribe después, y a menudo desde la perspectiva de unos cuantos años. “Es todo demasiado reciente” suele ser la excusa de los historiadores para no enfrentar ni analizar la realidad que acaban de vivir. Y es sin embargo en estos días acelerados en los que más conviene echar la vista atrás e intentar esbozar una cronología que nos permita comprender por qué los años pasan veloces y, otra paradoja más, algunas horas se hacen desesperadamente lentas.

Es ya casi un tópico decir que la sentencia del Tribunal Constitucional del 2010 modificando el Estatut d’Autonomia de Catalunya del 2006 fue lo que dio origen al intento de secesión unilateral de esta parte de un Estado miembro de la Unión Europea. Es decir, que aquellos polvos trajeron estos lodos, aunque creo que habría que referirse antes al frustrado propósito de reforma constitucional que ensayó el presidente Zapatero y que luego nos llevó a una redacción del Estatut del 2006 que ya pretendía forzar las costuras de, precisamente, la Carta Magna. Pero aceptemos que en el 2010 empezó un tiempo histórico distinto y convengamos incluso que se aceleró en el 2012, cuando Artur Mas se puso, como se ha escrito y suele decirse, al frente de la manifestación, aunque tardase todavía en ser un habitual de las movilizaciones callejeras. El 23 de enero del 2013, en una fecha que creo tiene su enjundia, el Parlament aprobó la soberanía nacional de Catalunya. O eso al menos entendí yo, aunque luego resultase ser el primero de unos cuantos actos simbólicos que se proclamaban para no realizarse. A partir de ahí, la consulta del 9 de noviembre del 2014, las elecciones plebiscitarias del 2015 y por fin el referéndum del 1 de octubre del 2017, que nos llevó en volandas a la doble ración de declaración de independencia, el 10 de octubre, sí pero no, y el 27 de octubre, que abrió las puertas a la intervención de nuestra autonomía. Por hoy no insistiré ni en las dos jornadas parlamentarias de septiembre del 2017 que invalidaron lo que un parlamento es y significa en cualquier democracia representativa ni volveré a dejar en evidencia un referéndum que no cumple ningún criterio jurídico de validez. Todo ello es ya agua pasada. Y de hecho es cada vez más difícil hacer el recuento de lo que uno cree que sucedió y hasta de lo que vivió, pues cada cual cuenta estos últimos años según le fue en ellos y de acuerdo con las esperanzas o los temores que puso en los platillos de su muy individual balanza.

Tal vez sea más útil, ya que estamos en vena cronológica, recordar que el independentismo escocés, hijo de una historia muy distinta de la catalana y que forma parte de un Reino Unido que le reconoce su identidad nacional separada e histórica, selecciones deportivas incluidas, empezó a plantear la necesidad de un referéndum de autodeterminación hacia 1974 que final-mente, y por resumir un ir y venir de años y políticos diversos, se llevó a cabo en el 2014, tras negociarlo y acordarlo con el gobierno de Cameron. En medio, tras la ley de Escocia de 1978, un largo tira y afloja al que también nosotros empezamos a acostumbrarnos. La ley y la desobediencia, la rebelión y la negociación.

Canadá, otro caso tan invocado… En 1980 René Lévesque, uno más de los que fueron a la papelera de la historia, se la juega y convoca un primer referéndum por la independencia de Quebec. Casi el 60% de los votantes se pronuncia en contra, pero en 1995 habrá un segundo referéndum, que de facto se reconocía que, de haberse ganado, sólo hubiese servido para abrir negociaciones con el gobierno de Canadá. Otro galimatías que acaba con una Clarity Act que pasa por el Parlamento y el Senado canadienses. Año 2000. Habían pasado veinte años desde aquel primer referéndum…

¿Qué estoy pretendiendo decir? Pues lo obvio, que incluso en marcos de enfrentamiento relativo, hasta de negociación franca y abierta, estos procesos tardan al menos dos décadas en consolidarse. Y aun entonces son inciertos. Y que harían mejor los numerosos exaltados de hoy en proclamar que no tenemos prisa y que hay que hacer las cosas paso a paso y sin borrones en el expediente. ­Porque además el Reino de España está cediendo soberanía a una entidad supranacional que es la Unión Europea. Y eso cambia los límites y la dimensión del tablero, si no la naturaleza del juego.

La toma de la Bastilla se produjo el 14 de julio de 1789, la fecha emblemática de la Revolución Francesa, hoy fiesta nacional de nuestra república vecina. El 5 y 6 de octubre la plebe (seamos clásicos) marcha sobre Versalles, y la familia real se refugia en las Tullerías. A fines de octubre se decreta la ley marcial. Casi dos años más tarde, el 20 de junio ¡de 1791!, la familia real intenta huir. Es la nuit de Varennes. Son detenidos. No es hasta septiembre de 1792, tres años largos después de la toma de la Bastilla, que la monarquía es abolida y fundada la República. En enero de 1793 el rey es guillotinado. Pocos meses más tarde empieza el Gran Terror.

El tiempo, en efecto, también pinta. Y a menudo, como pasó con el Goya que acaba sordo, oscurece su paleta, y sus temas se vuelven más tenebrosos, mientras cierra sus oídos al mundo exterior. “El mayor enemigo de los aragoneses son los aragoneses”, también dejó dicho don Francisco. Y pese a ello, y pese a los desastres de la guerra y todo el horror que le pudrió el alma, al final de sus días pintó tal vez una lecherita joven de Burdeos. La luz y el color de la vida renovada. Al final, la belleza y probablemente el humor nos salvan. Incluso en las horas más amargas. Incluso cuando sucede lo inverosímil. Si hasta Companys fue ministro de Marina, antes de estar preso en un barco.

Sumas y restas

Algo de aritmética, ya que vivimos en un exceso de palabras. Se nos dice que la sociedad catalana está partida por la mitad. A ojo de buen cubero, yo veo tres tercios: un tercio por la independencia, un tercio a favor de España y otro harto de los otros dos. En todo caso, es obvio que no hay mayoría social para imponer ninguna opción. Vamos, que no salen las cuentas. Mariano Rajoy ya ha demostrado que la desafección sentimental de entre un cuatro y un cinco por ciento de sus conciudadanos españoles, por más que sea en un determinado territorio del país, no le mueve la silla en demasía, hasta vaya usted a saber si no le afianza. Por el contrario, que un tercio o más de los votantes catalanes esté rechazando de forma cada vez más evidente nuestras instituciones de autogobierno, eso sí que debería preocupar, y de qué manera. Es posible que dos millones de catalanes no consigan romper España, pero sí son suficientes para romper Catalunya. Así estamos, jugando al cruz y raya.

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